-¡Al despertar, sumérgete en el mar!- le recomendó Poseidón-. Encontrarás allí un anillo de oro que el rey Minos ha perdido antaño.
Teseo emergió del sueño. Ya era de día. A lo lejos ya se divisaban las riberas de Creta.
Entonces, ante sus compañeros estupefactos, Teseo se arrojó al agua. Cuando tocó el fondo, vio una joya que brillaba entre los caracoles. Se apoderó de ella, con el corazón palpitante. De modo que todo lo que le había revelado Poseidón en sueños era verdad: ¡él era un semidiós!
Este descubrimiento excitó su coraje y reforzó su voluntad.
Cuando el navío tocó el puerto de Cnosos, Teseo devisó ante la multitud al soberano, rodeado de su corte. Fue a presentarse:
-Te saludo, oh poderoso Minos. Soy Teseo, hijo de Egeo.
-Espero que no hayas recorrido todo este camino para implorar mi clemencia -dijo el rey mientras contaba con cuidado a los catorce atenienses.
-No. Sólo tengo un anhelo: no abandonar a mis compañeros.
Un murmullo recorrió el entorno del rey. Desconfiado, este examinó al recién llegado. Reconociendo el anillo de oro que Teseo llevaba en el dedo, se preguntó, estupefacto, gracia a qué prodigio el hijo de Egeo había podido encontrar esa joya. Desconfiado, refunfuñó:
-¿Te gustaría enfrentar al Minotauro? En tal caso deberás hacerlo con las manos vacías: deja tus armas.
Entre quienes acompañaban al rey se encontraba Ariadna, una de sus hijas. Impresionada por la temeridad del príncipe, pensó con espanto que pronto iba a pagarla con su vida. Teseo había observado durante un largo tiempo a Ariadna. Ciertamente, era se sensible a su belleza. Pero se sintió intrigado sobre todo por el trabajo de punto que llevaba en la mano.
-Extraño lugar para tejer- se dijo.
Sí, Ariadna tejía a menudo, cosa que le permitía reflexionar. Y sin sacarle los ojos de encima a Teseo, una loca idea germinaba en ella...
-Vengan a comer y a descansar- decretó el rey Minos- mañana serán conducidos al laberinto.
Teseo se despertó de un sobresalto: ¡alguien había entrado en la habitación donde estaba durmiendo! Escrutó en la oscuridad y lamentó que le hubieran quitado su espada. Una silueta blanca se destacó en la sombra. Un ruido familiar de agujas le indicó la identidad del visitante:
-No temas nada. Soy yo: Ariadna.
La hija del rey fue hasta la cama, donde se sentó. Tomó la mano del muchacho.
-¡Ah, Teseo- le imploró- no te unas a tus compañeros! Si entras al laberinto, jamás saldrás de él. Y no quiero que mueras...
Por los temblores de Ariadna, Teseo adivinó que sentimientos la habían empujado a llegar hasta él esa noche. Perturbado, murmuró:
-Sin embargo, Ariadna, es necesario. Debo vencer al Minotauro.
-Es un monstruo. Lo detesto. Y, sin embargo, es mi hermano...
-¿Cómo? ¿Qué dices?
-Ah, Teseo, déjame contarte una historia muy singular...
La muchacha se acercó al héroe para confiarle:
-Mucho antes de mi nacimiento, mi padre, el rey Minos, cometió la imprudencia de engañar a Poseidón: le sacrificó un miserable toro flaco y enfermó en vez de inmolarle el magnífico animal que el dios le había enviado. Poco después, mi padre se casó con la bella Pasífae, mi madre. Pero Poseidón rumiaba su venganza. En recuerdo de la antigua afrenta que se había cometido con él, le hizo perder la cabeza a Pasífae y a indujo a enamorarse... ¡de un toro! ¡La desdichada llegó incluso a mandar construir una carcasa de vaca con a cual se disfrazaba, para unirse al animal que amaba!
CONTINUARÁ...